Espero que cuando leáis esto sigáis con la emoción intacta de la noche de Reyes. Yo hoy me he levantado con migraña. Ese dolor sordo y persistente que parece instalarse en el centro del pensamiento, como si alguien hubiera apagado las luces y dejara solo una linterna parpadeante. Todo se vuelve más lento, más confuso. Es curioso cómo un simple dolor de cabeza puede convertirse en una metáfora perfecta para esos días en los que todo parece envuelto en una nube de incertidumbre, ¿no os pasa? La migraña no solo molesta, sino que cuestiona. ¿Estoy comiendo bien? ¿Demasiado estrés? Y aquí es donde empieza mi reflexión de hoy: sobre la duda. No la duda paralizante que nos encierra, sino esa duda activa, casi vital, que nos empuja a preguntarnos qué estamos haciendo y por qué. Porque, en el fondo, ¿qué sería de nosotros si dejáramos de cuestionar?
Hoy quiero hablaros de eso, de la duda. No solo de dudar, sino de poner en duda. De ese ejercicio que nos conecta con una actitud crítica hacia el mundo que nos rodea, pero que, cuando se lleva al extremo, puede transformarse en una carga. Para ilustrarlo, os contaré una anécdota con una alumna que tuve hace unos años. Era de esas personas que, ante cualquier propuesta —un ejercicio, una lectura, una metodología—, lo cuestionaba todo. Desde los parámetros del trabajo hasta las intenciones detrás del mismo. Un día, agotado por sus constantes objeciones, le dije, casi sin pensar, que su actitud era frustrante para mí como profesor. Su respuesta me dejó descolocado: “Pero siempre nos dicen que debemos tener espíritu crítico, ¿no?”. Aparentemente, mi alumna había confundido el pensamiento crítico con la oposición constante. Y aquí es donde, si me permitís, me pongo el sombrero de psicólogo aficionado. En mi opinión, lo que ella proyectaba no era curiosidad, sino una inseguridad disfrazada de rebeldía. Porque sí, hay una línea muy fina entre cuestionar para aprender y cuestionar para demostrar (a los demás y a uno mismo) que se tiene razón. En otras palabras, dudar no es lo mismo que estar a la defensiva, como tampoco lo es vivir en una permanente lucha por imponer nuestra visión del mundo. Seguramente conocéis a alguien así: esa persona que convierte cada conversación en un interrogatorio. No para entender, sino para encontrar grietas en tu discurso. Es como si la vida fuera una partida de ajedrez donde cada palabra que dices puede ser un movimiento mal calculado. Esa actitud, por supuesto, contrasta con lo que aquí hemos llamado muchas veces la “mente de principiante”: la disposición a absorber el conocimiento con humildad y apertura. ¿Cuándo fue la última vez que escuchasteis a alguien sin preparar mentalmente una respuesta o una refutación?
Porque, al final, la duda es una herramienta poderosa, pero también puede ser un arma de doble filo. En su versión más saludable, nos invita a hacernos preguntas valiosas, a buscar matices, a evitar el dogmatismo. Pero cuando se desboca, nos convierte en peleadores solitarios, prisioneros de una búsqueda interminable de “tener razón”. Y, creedme, vivir así es agotador. No es un debate, es una guerra fría. El problema, como casi siempre, no está en dudar, sino en el propósito detrás de esa duda. ¿Queremos entender o desbancar? ¿Queremos aprender o simplemente reafirmar nuestra posición? Este dilema no solo afecta a nuestras relaciones, sino también a cómo nos enfrentamos al mundo. Vivir como si todo y todos fueran sospechosos nos aleja de la curiosidad genuina, de esa actitud que nos permite descubrir, conectar y maravillarnos.
El otro día, tomando café con mi madre (benditas Navidades que nos permiten pasar tiempo con seres queridos en actos mundanos como desayunar), la conversación derivó en un tema que, a ciertas edades, parece inevitable: la muerte de personas cercanas. Entre sorbo y sorbo, me confesó que prefería no pensar en ello, que la vida, según ella, estaba “muy mal planeada”. Me hizo gracia, pero también me pareció una afirmación cargada de resignación y un puntito de enfado. “Tan biológica, tan predecible…”, decía, como si la vida debiera venir con giros de guion inesperados que nos sorprendieran hasta el final. Y es que, si lo pensamos, la vida no deja de ser un proceso que transcurre entre dos puntos inamovibles: nacer y morir. Todo lo demás es el terreno donde proyectamos nuestras fantasías, nuestras creencias, nuestros intentos de darle sentido. Ahí es donde entra la duda. ¿Qué pasa si lo analizamos desde otro ángulo? Tal vez la vida no necesite un propósito grandilocuente. Quizás sea suficiente entenderla como un compendio de momentos, de conexiones, de casualidades. A veces pienso que creer en un “más allá” es alentador, pero también creo que hay algo profundamente hermoso en aceptar la vida como algo tan mundano como extraordinario. Una existencia llena de accidentes y casulaidades. Y eso, quizá, ya es suficiente.
Espero que esta carta te haya dejado reflexionando, y me encantaría conocer tu opinión. Si lo que has leído te ha resonado, un simple "me gusta" ayuda a que estas palabras lleguen a más personas. Y si tienes un momento para dejar un comentario, sería un placer leerte. Incluso un emoji es bienvenido y agradecido, tanto por mí como por el algoritmo ;) Si disfrutas de la literatura y te apasiona leer, te invito a que me sigas en mi perfil de Instagram: www.instagram.com/alfie_bookie
Ah, y si te apetece compartir alguna parte de esta carta en tus redes sociales, no dudes en hacerlo. Nada me alegra más que ver cómo estas reflexiones encuentran su camino hacia otros rincones y otras miradas. Gracias por estar aquí y por tomarte un momento para leer. FELIZ Y SERENA SEMANA